Jacinto estaba retirado debido a una lesión que lo había llevado a prejubilarse. Había conocido a Natalia unos meses antes, ya que su perro se escapó y se escondió en el jardín de ella.
Natalia llevaba viviendo con él un par de meses. Jacinto se quejaba de que su compañía de seguro del hogar era la peor del mundo. Decía que iba a reclamar al seguro por el allanamiento de morada más largo de la historia, aunque Natalia señalaba que era él quien no la dejaba marcharse.
Ambos estaban tumbados en el jardín, mirando la estela de un avión a reacción. Jacinto tenía alergia al césped, pero no parecía importarle más allá de las ronchas que le dejaba al apoyarse. Natalia le sugería que se pusiese una toalla, pero a Jacinto le gustaba tener esa sensación de molestia y picor. Tal vez no era capaz, o no estaba acostumbrado a disfrutar una vida sin imperfectos. Como le había dicho su abuelo cuando iban a recoger higos al huerto: “Los higos más dulces son los que están picados o tienen algún desperfecto”.
Jacinto necesitaba ese bicho en su vida. Cada vez que veía a Natalia sonreír, era imposible no contagiarse. Tenía dos ojos que brillaban formando dos medias lunas, brillantes, cálidas y reconfortantes. Él nunca se lo había dicho. Estaba convencido de que muchos otros se lo habían comentado antes con fines sinuosos, algo inmoral a ojos de alguien nacido en otra época. Prefería guardárselo para sí mismo, tal vez para no estropear la complicidad inconsciente que desprendían aquellas perlas negras que guardaba como los más valiosos de sus tesoros.
No quería manchar la pureza de su mirada y lo que ésta le transmitía con piropos que otros le habrían dicho para intentar acostarse con ella. Natalia era bastante más joven, aunque esto no parecía importarle demasiado. Es posible que hasta disfrutase de la madurez de Jacinto, una madurez física, ya que anímicamente Jacinto era un fósil estancado en los 8 años. Esto era algo que contrastaba con su cara marcada por los primeros rasgos de la vejez de una persona que está viviendo su quincuagésimo verano.
Natalia era como una ráfaga de viento fresco por dondequiera que pasaba. Una brisa nocturna acompañada por el brillo de la luna que tomaba el control del ambiente en el que se encontrase. Seguramente no era consciente de esto, al igual que un perfume acaba volviéndose imperceptible para quien lo lleva. Sin embargo, Jacinto disfrutaba de su fragancia todos los días y, pese a la convivencia, no se había saturado jamás de aquel olor.
Jacinto había intentado instaurar un nuevo sistema monetario en su casa, sin mucho éxito. El sistema estaba basado en las sonrisas de Natalia. Una sonrisa de ella equivalía a otra sonrisa de él, una sonrisa equivalía a dos besos, y dos besos eran el precio de elegir la película en la noche de cine.
El sistema monetario debía de tener algún desajuste o problema de inflación, por lo que casi siempre acababa ganando Natalia. Jacinto se tumbaba junto a ella y miraba la pantalla. Se la imaginaba apagada, viendo únicamente el reflejo de los dos. Era su película favorita, tenía un poco de todos los géneros, y según cómo hubiera ido la semana, solía ser comedia, comedia romántica, un thriller o hasta una novela policíaca.
Jacinto disfrutaba de todos estos géneros, unos más y otros menos. No obstante, sentía ese miedo que surge en una relación cuando las cosas no parecen llegar a buen puerto. Su anterior mujer había sufrido un infarto en el avión y había perdido la vida a los 4 meses de quedarse embarazada, algo que lo marcó profundamente. Esto le enseñó que, por bien que puedan ir las cosas, siempre pueden torcerse de manera fatal e imprevisible de un momento a otro, y que no era buena idea construir cabañas en los árboles, ya que por sanos y fuertes que parecieran, en cualquier momento podían partirse.
Todas estas experiencias vitales habían ido marcando a Jacinto a lo largo de su vida, pero nunca las exteriorizaba por miedo a contagiar de su pesimismo a Natalia, a quien seguía viendo en el fondo como a un colibrí, un pájaro que solía ver en su jardín. Un pájaro que pese a su tamaño derrochaba una gran belleza y ganas de vivir. Sin embargo, no se podía tener encerrado a un colibrí. Estos estaban hechos para volar y repartir su colorida belleza entre los afortunados de recibirlo entre sus flores. Jacinto sabía que, en algún momento, no quedaría más polen y que tarde o temprano su colibrí tendría que marchar. Tendría que dejar el Jacinto por un hibisco.
A Jacinto le hubiera gustado poder retratarla, pero nunca supo dibujar con la suficiente habilidad como para capturar dignamente su belleza en el papel. Por lo tanto, tuvo que conformarse escribiendo lo mejor que podía, a fin de hacerle un retrato digno a modo de recuerdo para la posterioridad.
Cuando finalmente se fue el colibrí, Jacinto seguía disfrutando de las visitas de otros pájaros, disfrutaba de sus cánticos y hasta terminó por comprarse un canario. Pero, a pesar de sus melodías, nunca olvidó a su colibrí, que, a pesar de no tener capacidad de cantar, reflejaba en cada una de sus plumas los motivos por los que merecía la pena vivir.
Escrito por Gustavo Wojtczack
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