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El ascensor llega y se demora en cerrar. Todos sabemos que es José o “Chito”, para ella. Cargado de varias bolsas y mochilas que pesan más que el gramaje de sus paquetes. Con el cuidado más minucioso, se saca las zapatillas contaminadas y las intercambia por unas cómodas sandalias. Un alivio se siente en el aire, pero su rostro no cambia.

Solo al momento de ese intercambio en sus pies es que puede movilizarse dentro del departamento. Las cosas de bolsillo: tarjetas, llaves, dinero y recibo; todo a una esquina especial y separada. Las bolsas van entrando a la cocina, aterrizando en baldes chatos pero espaciosos. Algunas no tocan el suelo, pero no hay remedio: la comida ha vencido al espacio. La mesa blanca, plana y hambrienta espera a que José haga su reparto hitleriano. La tarea no ha acabado, el deber llama. Hay que seguir. 

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Tocar la comida es entrar a otro mundo, donde hay vida. Pero estos elementos tienen que ser apropiadamente desinfectados, para que todos los miembros de la familia de “Pepe” puedan estar a salvo. Todas las precauciones posibles, habidas y por haber, son acatadas por este jefe de familia. Es por ello que él no permite que nadie lo reciba cuando él llega de las compras, ya que “a mayor tacto de elementos fuera de casa, mayor es el riesgo de contagio”.

Ahora es ley que el jefe de familia tome riendas del asunto y se encargue de las compras de la casa, precisamente, para evitar situaciones de riesgo. José ha desarrollado un sistema propio de limpieza parametrado con estaciones de inicio a fin: llegada, separación de elementos en envases grandes, lavado y desinfección por unidad, desplazamiento a la mesa blanca y dividir la comida por integrante del hogar. No hay paquete de galleta, lata de atún o manzana que se le escape: todo elemento que entra al departamento pasa por su proceso riguroso de limpieza y desinfección.

Esta es una rutina larga por la cual él está dispuesto a pasar. Nunca se queja, nunca muestra disgusto abierto, pero la única señal de preocupación que percibe su familia es la serenidad constante con la que elabora sus acciones y hasta un poco de frialdad. Pero esto no es gratuito, ya que José tiene muy en cuenta la realidad en la que está viviendo actualmente con su familia. Su esposa Mariella, o “gorda” para él, ha sido recientemente operada del corazón. Está delicada de salud y no puede recibir ningún tipo de infección o enfermedad. Al ser población de riesgo, él impide que Mariella entre a la cocina o baje a recibirlo cuando realiza las compras.

Digno de ser un economista, los cálculos fríos y un pensamiento ligeramente pesimista, son las herramientas necesarias que han hecho que José pueda cuidar a sus hijos y su esposa. Todo elemento que sale de casa corre riesgo por la amenaza del COVID-19. Bajo esta premisa es que este padre de familia ejerce su labor. Es un trabajo solitario que surgió de emergencia y no dudó de tomarlo, para el bien de sus seres queridos. Especialmente, para cuidar a su esposa.

Para todo lo que tiene que hacer en la cocina, él tiene de compañero al televisor y las noticias. El Presidente de la República, Martín Vizcarra, ha de ser siempre la voz en su cabeza que lo perturba como un mal necesario cada vez que desinfecta cada elemento comprado. No hay elemento que sea discriminado del proceso de desinfección. Una vez terminada el reparto riguroso de los elementos sobre la mesa blanca de comida, José procede a limpiar cada bolsa que ha utilizado para comprar las cosas. Junto con su combinado casero de desinfección se aventura a todos los rincones de cada compartimiento que lo ayudó a traer la comida. Bolsa por bolsa, las acomoda por separado para que tomen un poco de aire.

Para finalizar, José desinfecta la cocina. El piso y todos los rincones que usó para acomodar, desempacar y limpiar la comida. Solo aquí, una vez terminado de trapear, es que da el aviso a que podamos pasar a ver lo que ha comprado. A atacar el pan y las galletas.

Autor del proyecto fotográfico:
Gonzalo Portilla

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